Día 21.
Seguimos explorando la costa, despoblada. En una semana apenas nos hemos cruzado con unas decenas de personas. El mar llega con fuerza, choca contra las rocas, levanta ondas expansivas de espuma, y ese constante run-run es nuestra única compañía fiel. Vamos atrapados entre el mar y los bosques que caen hasta la orilla, coqueteando con la costa.
Más alto, en las montañas, divisamos de vez en cuando columnas de humo, probablemente pastores que se refugian del frío de las alturas. El otoño se acerca ya; cuando llueve, el frío y la humedad se alían para perforar los huesos y llegar hasta el tuétano. Desde que cruzamos el primer río la temperatura ha descendido considerablemente; aún nos falta mucho camino para llegar al estuario que queremos remontar en busca de refugio, y nos preocupa que llegue el día en que la niebla sea demasiado fría, oscura y húmeda para pasar la noche al raso.
La costa vuelve a abrirse hacia el norte y todo apunta a que caminaremos haciendo un gran giro. Seguimos sin atrevernos a explorar los bosques y buscar una ruta más directa hasta el estuario. No hay mapas. Es una gran mancha blanca.
Una gran mancha blanca. Hace frío.